Capítulo 10

Pitt llegó a casa algo antes de las once, calado hasta los huesos debido a la incesante lluvia, el rostro blanco, el cabello cayéndole lacio por la frente. Se quitó las prendas externas en el recibidor y las colgó en la percha, pero el peso del agua las hizo caer y quedaron sobre el linóleo formando un bulto mojado. Se desentendió de ellas y enfiló el pasillo hacia la cocina y el calor del hogar, donde podría despojarse de sus empapadas botas y calentarse los pies.

Charlotte se topó con él en la puerta de la cocina, con expresión sobresaltada y el cabello suelto sobre los hombros. A todas luces se había quedado dormida en la mecedora mientras esperaba a su esposo.

—¿Thomas? Oh, estás empapado. ¿Qué demonios has estado haciendo? Pasa, pasa… —Entonces vio su cara, la expresión de sus ojos—. ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado? ¿Ha… ha muerto alguien más?

—En cierto modo. —Pitt se dejó caer pesadamente sobre la silla junto al hogar y comenzó a desatarse una bota.

Charlotte se arrodilló frente a él y se ocupó de la otra.

—¿Qué quieres decir con «en cierto modo»?

—Aaron Godman. No mató a Blaine —contestó.

Ella se detuvo, los dedos enredados en los cordones húmedos, y le miró fijamente.

—¿Quién lo hizo?

—No lo sé, pero no fue él. La florista se equivocó con la hora, y Paterson lo descubrió el día en que murió. Quizá supiera de quién se trataba y por eso lo mataron.

—¿Cómo pudo equivocarse con la hora? ¿Acaso no la interrogaron adecuadamente?

Le contó lo del reloj, lo de su mal funcionamiento cuando lo limpiaban. Charlotte terminó de desatar los cordones, le quitó las botas, que dejó junto al hogar para que se secaran, luego los calcetines, y le friccionó los helados pies con una toalla caliente. Él movió los dedos con exquisito alivio al tiempo que le explicaba el malentendido de Paterson, el modo en que insistió hasta que su convicción de la culpabilidad de Godman anuló a la mujer y esta cedió.

—Pobre Paterson —susurró Charlotte—. Debió de sentirse fatal. Supongo que fue el sentimiento de culpa lo que lo hizo conducirse con temeridad, arriesgando su propia seguridad. Debió de desear desesperadamente arreglar las cosas. —Se dirigió al hervidor, que silbaba quedamente en el hornillo, y lo adelantó a la placa caliente para que entrara en ebullición al tiempo que asía la tetera y la lata del té con la otra mano—. ¿Por qué escribió al juez Livesey, en lugar de a ti o a su propio inspector? —preguntó.

—No lo sé. —Pitt seguía frotándose los fríos pies tras haberse arremangado los pantalones para mantener la humedad del tejido lejos de las piernas—. Supongo que pensó que Livesey tenía poder para reabrir el caso. Estaba claro que yo no la tenía, a menos que poseyera pruebas absolutamente concluyentes, e incluso así solo podría llevarlo ante los tribunales. Livesey podía hacerlo de forma mucho más directa. Y había tomado parte en la apelación inicial; a decir verdad estaba a cargo de ella. Fue él quien pronunció la sentencia.

Charlotte vertió el agua hirviendo sobre el té y cerró la tapadera de la tetera.

—Supongo que no fue… culpa suya, ¿no es cierto?

—Él no tuvo nada que ver con el caso inicial —explicó Pitt—. Desde luego no pudo matar a Kingsley Blaine… y tampoco a Paterson. Esa noche la pasó en su mayor parte en una cena, hasta las tantas. Para entonces ya habían matado a Paterson. Podemos demostrarlo con las pruebas médicas y también con el testimonio de la patrona sobre la hora en que cerraron la puerta de la calle.

Charlotte llevó la tetera a la mesa, junto con tazas, leche de la despensa y una gran rebanada de pan moreno, mantequilla y encurtidos. Sirvió el té, entregó una taza a su esposo y se sentó frente a él, que comenzó a comer con avidez.

—Supongo que lo hizo quien mató a Blaine —conjeturó ella, pensativa—. Paterson debió de decirle que lo sabía, lo cual significa que había desentrañado el misterio. Me pregunto cómo. —Frunció el entrecejo—. No entiendo cómo sabiendo que no pudo ser Godman averiguó quién lo hizo.

—Tampoco yo —reconoció Pitt con la boca llena—. Créeme, llevo todo este tiempo devanándome los sesos sobre qué pudo haber visto o deducido que le diera la respuesta… y no se me ocurre nada. —Suspiró—. Ojalá se lo hubiera contado a alguien. Solo volviendo sobre sus pasos pude descubrir que había averiguado que Godman no era culpable.

Charlotte sujetaba la taza de té con ambas manos.

—¿A quién se lo has dicho? —susurró.

—A Drummond… solo a Drummond —contestó él observando su rostro—. No es algo qué todo el mundo desee saber. Significa que todos se equivocaron: la policía, los abogados, el juez y el jurado iniciales, los jueces de la apelación… todo el mundo. Incluso el verdugo ejecutó a un hombre inocente. Imagino que lo verá en sus pesadillas durante algún tiempo. —Se estremeció y adelantó los hombros como si en la cocina hiciera frío, a pesar del hogar—. Y los periódicos, la gente… todo el mundo salvo Joshua Fielding y Tamar Macaulay.

—¿Qué dijo el señor Drummond?

—No mucho. Sabe tan bien como yo cuál va a ser la reacción.

—¿Cuál será? No pueden negarlo, ¿o acaso sí?

—No lo sé. —Pitt dejó la taza en la mesa con aire fatigado—. Estallará la ira, probablemente serán muchos los que carguen con la culpa, todo el mundo dirá que algún otro debería haberlo sabido, que debería haber sido más competente, que debería haber hecho algo de un modo distinto. —Sonrió con amargura—. Creo que Adolphus Pryce es el único que saldrá airoso, sin que lo culpen de nada. Se suponía que tenía que encargarse de la acusación, y así lo hizo. Pero Moorgate, el procurador de Godman, se sentirá culpable por no haber creído á su cliente, haga lo que haga ahora al respecto, y Barton James, por no haber presionado más a la florista… aunque creía que Godman era culpable, dé modo que no le vería el sentido. Con todo, su cliente era inocente y dejó que lo ahorcaran. —Volvió a coger la taza, que estaba casi vacía—. Y Thelonius Quade, el cual vio la causa, no tendrá más remedio que preguntarse si podría o debería haber hecho algo distinto y averiguado la verdad. Lambert se sentirá culpable por acusar al hombre equivocado, y asimismo por dejar escapar al auténtico culpable, por dejarlo no solo en libertad, sino también libre de toda sospecha, para matar de nuevo.

—Y los jueces del tribunal de apelación —añadió Charlotte echando mano de la taza de su esposo y rellenándola—. Rechazaron la apelación y confirmaron el veredicto erróneo. No darán marcha atrás fácilmente. —Le devolvió la taza—. ¿Cuándo piensas decírselo a Tamar Macaulay?

—No lo sé. Aún no me lo he planteado. —Pitt se pasó la mano por los ojos, se los frotó y meneó la cabeza—. Tal vez mañana. Tal vez más adelante. En realidad me gustaría tener una idea más clara de quién lo hizo antes de decírselo. No estoy seguro de lo que hará.

—En todo caso —observó Charlotte con una sonrisa de tristeza— no va a ser esta noche. Por la mañana las cosas se verán distintas, tal vez con mayor claridad.

Él se terminó el té.

—Lo dudo. —Se puso en pie—. Pero por el momento no me importa. Vayamos a la cama antes de que esté demasiado cansado para subir por las escaleras.

—¿Podría tratarse de Joshua Fielding? —preguntó Charlotte en el desayuno, la cara pálida de ansiedad, mirando a Pitt, que untaba una tostada de mermelada—. Thomas, si es él, ¿qué voy a hacer con mamá?

Pitt se obligó a abordar el problema. No quería afrontarlo. Tenía bastante con ocupar su energía mental y emocional en la muerte de Paterson y en el hecho de que Godman fuera inocente, pero notó el miedo en la voz de Charlotte y sabía que estaba justificado.

—Para empezar, no le digas que Godman era inocente —advirtió lentamente, pensando a medida que hablaba—. Si ha sido Fielding, Caroline estará mucho más segura si él no tiene motivo para pensar que sospechamos de él.

—Pero ¿y si lo hizo él? —apremió su esposa, presa del pánico—. Si asesinó a Blaine y al juez Stafford y a Paterson… Thomas… es… es un ser absolutamente despiadado. Matará a mamá si cree que necesita sentirse… sentirse seguro.

—Esa es precisamente la razón por la cual no dirás a Caroline que Godman era inocente —afirmó Pitt con resolución—. ¡Charlotte! Escúchame, no tiene ningún sentido contarle que Fielding podría ser culpable. Está enamorada de él.

—Oh, ¡bobadas! —exclamó ella con vehemencia, experimentando una extraña sensación de ahogo, de soledad, casi de traición, como si la hubieran abandonado. Era absurdo, y sin embargo se le formaba un nudo en la garganta con solo pensar que Caroline estuviera de verdad enamorada, como ella lo estaba de Pitt: emocional, íntimamente. Respiró hondo e intentó calmarse—. Eso es una tontería, Thomas. Se siente atraída por él, no cabe duda. Fielding es interesante, la clase de persona con la que ni siquiera solemos encontrarnos normalmente. Y a mamá le preocupaba que se hiciera justicia.

Pitt la interrumpió.

—¡Charlotte! No tengo tiempo para discutir contigo. Tu madre está enamorada de Joshua Fielding. Sé que te niegas a aceptarlo, pero tendrás que hacerlo. Es un hecho, por mucho que te disguste.

—No, no lo es. —Charlotte apartó de sí la idea—. Naturalmente que no lo es. Thomas, mamá pasa de los cincuenta. —Experimentaba de nuevo el ahogo, le repugnaban las imágenes que su imaginación le proporcionaba. Thomas debía entenderlo—. Es amistad, eso es todo. —Su voz era cada vez más estridente. Sabía que no era justo, pero le desagradaba el hecho de que Emily estuviera en el campo y se librara de todo esto. Debería estar ahí para ayudar. Se trataba de una crisis.

Pitt la miraba con fijeza, irritado.

—Charlotte, no hay tiempo para ser egoísta. La gente no deja de enamorarse porque tenga cincuenta o sesenta años, o cualquier otra edad.

—Naturalmente que sí.

—¿Cuándo vas a dejar de quererme? ¿Cuando tengas cincuenta años?

—Eso es distinto —protestó ella.

—No lo es. A veces nos volvemos más cuidadosos con nuestros actos porque conocemos algunos de los peligros, pero seguimos sintiendo lo mismo. ¿Por qué no iba a enamorarse tu madre? Cuando cumplas cincuenta, Jemima pensará que eres tan vieja y permanente como el mundo, porque eso es lo que eres a sus ojos: el mundo que conoce y que le proporciona seguridad e identidad. Pero tú, en tu interior, seguirás siendo la misma mujer que eres ahora, capaz de sentir las mismas pasiones: indignación, enfado, risa, ira, ridículo y amor.

Charlotte parpadeó con fuerza. Era estúpido sentir tantas ganas de llorar, y sin embargo no podía evitarlo.

Pitt puso una mano sobre la de su esposa. Charlotte tenía los dedos rígidos y enseguida retiró la suya.

—¿Qué voy a hacer con ella? —preguntó con brusquedad, resoplando sonoramente—. Si Fielding mató a Kingsley Blaine, por no hablar del juez Stafford y ahora del pobre Paterson, es un hombre de lo más peligroso. No dudaría en matarla si creyera que ella representa una amenaza. —Resopló de nuevo—. Y si no fue él, ¿qué puedo hacer para que mamá deje de ponerse en evidencia? La gente lo hace cuando se enamora. Debería haber tratado de disuadirla antes. Debería haberle advertido, haberle hecho ver los defectos de Fielding. Y no puede casarse con él, aunque sea completamente inocente. —Meneó la cabeza, furiosa—. Aunque él se lo pidiera… lo cual, por supuesto, no hará.

—Si le pide que se case con él tú no harás nada —repuso Pitt con tal rotundidad que Charlotte quedó perpleja.

—¿Nada? —protestó—. Pero, Thomas…

—Nada —repitió él—. Charlotte, le contaré lo que sabemos del caso dentro de unos días, cuando haya sopesado mejor las pruebas. Y ella tomará sus propias decisiones al respecto.

—Pero, Thomas…

—¡No! —De nuevo sentía la mano de Pitt, cálida y dura, sobre la suya—. Sé lo que vas a decir, pero no serviría de nada. Querida, ¿desde cuándo escucha alguien enamorado los buenos consejos de su familia? Cuando menciones que quizá él sea peligroso, culpable, inapropiado, indigno, cualquier otra cosa que se te ocurra; más inclinada se sentirá ella a serle fiel, incluso en contra de lo que le aconseje su buen juicio.

—Haces que mamá parezca tan ridícula… —Charlotte trató de zafarse, pero él no se lo permitió.

—Ridícula no, solo enamorada.

Ella lo miró con ferocidad, al borde de las lágrimas.

—En ese caso tienes que averiguar si mató a Kingsley Blaine. Y si no lo hizo él, ¿quién fue?

—No lo sé. Supongo que Devlin O'Neil.

Charlotte apartó la silla arrastrándola por el suelo y se levantó.

—En ese caso voy a averiguar más sobre ellos. —Tomó aire antes de añadir—: Y no te atrevas a decirme que no lo haga. Seré muy discreta. Nadie tendrá la menor idea de por qué me interesa, ni de que albergo la más leve sospecha de nada, ni siquiera inmoral, por no hablar de criminal. —Y antes de que él pudiera decir nada salió, majestuosa, y se precipitó escaleras arriba con la intención de revolver entre sus vestidos y decidir qué se pondría para visitar a Caroline, a Clio Farber, a Kathleen O'Neil o a cualquiera que pudiera resultar útil para la resolución del caso de Farrier’s Lane.

Lo cierto es que no pudo disponer nada hasta el día siguiente, y eso con grandes dificultades y con la ayuda de Clio Farber. Se trataba de una especie de estratagema. Clio invitó a Kathleen O'Neil a que se reuniera con ella en el Museo Británico, un lugar de cuya visita Adah Harrimore disfrutaba sobremanera. Le daba la oportunidad de pasear lentamente (su salud seguía siendo excelente), de chismorrear y de mirar a los demás, y todo ello con la sensación al mismo tiempo de estar cultivando la mente, sin obligación alguna para con una anfitriona, sin la necesidad de recibir una invitación ni de corresponder a la hospitalidad. Una podía ponerse lo que gustara, acudir a cualquier hora y marcharse cuando estimara conveniente. Era la respuesta perfecta a las intrincadas normas y restricciones de la jerarquía y la etiqueta sociales.

Clio informó a Charlotte del plan y esta última se topó con ellas por casualidad en la sala egipcia, exactamente a las tres menos cuarto, con una demostración de sorpresa y placer. Había pensado en decir a Caroline que la acompañara, opción que había rechazado ya que no estaba lo bastante segura de ser capaz de no revelar su conocimiento de la inocencia de Aaron Godman y su consiguiente temor de que Joshua fuera culpable. Devlin O'Neil era harina de otro costal. Charlotte simpatizaba con Kathleen y se sentiría afligida de demostrarse la culpabilidad de su esposo, pero su arte del disimulo le permitía hacer frente a tal posibilidad.

—Encantada de verla —saludó con el grado preciso de sorpresa—. Buenos días, señora Harrimore. Espero que esté usted bien.

Adah Harrimore lucía un vestido marrón oscuro guarnecido de marta y un sombrero que había sido extremadamente elegante hacía un par de temporadas y, desde entonces, había sufrido ciertas modificaciones destinadas a enmascarar el año en que estuvo en boga.

—Me desagrada el invierno, pero estoy bastante bien, gracias —repuso con aire elegante—. ¿Y usted, señorita Pitt?

—Muy bien, gracias. Estoy de acuerdo con usted, el frío puede resultar de lo más desagradable. Sin embargo, tampoco creo que pudiera soportar un calor como el que hace en Egipto. —Observó con atención las piezas que se exponían en la vitrina que tenían delante: instrumentos de cobre, fragmentos de cerámica y hermosas cuentas de turquesa y lapislázuli. Llamó su atención en concreto una jarrita de cristal—. Le hace a una preguntarse cómo sería la vida de la gente que labró y lució todo esto, ¿no es cierto? —comentó con entusiasmo—. ¿Cree usted que eran tan distintos de nosotros? ¿O que sus sentimientos eran más o menos los mismos?

—Muy diferentes —respondió Adah resuelta—. Ellos eran egipcios… nosotros somos ingleses.

—Eso afectará a nuestros hábitos y a las ropas que vestimos, a nuestras casas, a lo que comemos, pero ¿cree que cambia el modo en que sentimos, lo que valoramos? —inquirió Charlotte lo más educadamente posible. Era una pregunta bastante sincera, pero la respuesta vehemente e instantánea de Adah la sorprendió, y vio algo en el rostro de la anciana que la inquietó. No era solo una opinión inamovible, era un asomo de miedo, como si hubiera algo peligroso en la naturaleza extraña de esas gentes de otras tierras que tanto tiempo llevaban muertas.

Adah miró las piezas, luego a Charlotte.

—Disculpe que se lo diga, señorita Pitt, pero es usted demasiado joven y, en consecuencia, ingenua. Sin duda tiene escasa experiencia con gentes de otras razas. Aun cuando hayan nacido aquí, en Inglaterra, y crecido entre nosotros, siguen conservando un elemento que las hace diferentes. La sangre manda. Puede enseñar a un niño tanto como desee, al final su herencia saldrá a la luz.

Las adelantaron dos damas ataviadas a la última moda que inclinaron la cabeza graciosamente y prosiguieron su camino.

Adah sonrió con frialdad.

—¿Cómo puede esperar que quienes han nacido en otra parte —continuó hablando con Charlotte— y crecido con creencias completamente distintas tengan algo en común con nosotros, salvo los más superficiales modales? No, mi querida señorita Pitt, no creo que sientan como nosotros respecto de nada… al menos respecto de nada que tenga que ver con la sensibilidad o los valores morales. ¿Por qué iban a hacerlo?

Charlotte abrió la boca para responder, pero se dio cuenta de que no se le ocurría comentario alguno que no sonara trivial o grosero.

—Adoraban a dioses terribles, con cabezas de animales. —Adah se entusiasmó con el tema—. ¡Y trataban de conservar los cadáveres de sus muertos! ¡Por el amor de Dios! Puede que nos resulten de lo más interesantes para aprender de ellos, que sea edificante conocer el pasado, estoy segura, y reconfortante darnos cuenta de la superioridad de nuestra cultura. Pero creer que tenemos algo en común con ellos es un disparate.

Charlotte escarbó en su memoria en busca de algún vago recuerdo de sus libros escolares.

—¿No había un faraón que creía en un único dios? —preguntó.

Adah enarcó las cejas.

—No tengo ni idea. Pero no era nuestro Dios… eso está fuera de toda duda. El faraón trató de matar a Moisés, ¡y a todo su pueblo! Algo claramente perverso. Nadie que creyera en el Dios verdadero haría tal cosa.

—A veces la gente hace cosas terribles a sus enemigos, en particular cuando tiene miedo.

Una sombra cruzó el rostro de Adah, algo en sus ojos se heló por un instante. Luego, con un supremo esfuerzo, fue vencido y desapareció.

—Eso es cierto, desde luego —convino la anciana—, pero es en momentos de pánico cuando se revela nuestra naturaleza más íntima, y entonces comprobará que los extranjeros se comportan de forma muy distinta de nosotros, ya que en el fondo son diferentes. Eso no significa que algunos no sean capaces de crear las obras más bellas, ni que no sepan multitud de cosas de las que podamos beneficiarnos.

Una institutriz con un sencillo vestido marrón se hallaba ante la siguiente vitrina. La chiquilla de doce años de la que estaba a cargo se reía tontamente del busto de una reina muerta hacía ya tiempo.

—Creo que eso es especialmente cierto en el caso de los griegos —añadió Adah alzando la voz—. Parte de su arquitectura es maravillosa. Claro está que eran un pueblo exquisitamente disciplinado, y con un gran sentido de la proporción. Mi nieto político, el señor O'Neil, al que ya conoce, ha estado en Atenas. Dice que el Partenón es de una belleza indescriptible. Encuentra a los griegos de lo más edificantes. Admira la obra de lord Byron, que en mi opinión es un tanto cuestionable. Prefiero sin lugar a dudas a nuestro lord Tennyson. Con Tennyson uno sabe a qué atenerse.

Charlotte optó por capitular. Seguir discutiendo le reportaría más pérdidas que ganancias. Y aquella mirada en los ojos de Adah aún seguía persiguiéndola.

—Debió de ser una experiencia fabulosa —dijo sumisa— . ¿Hay aquí buenos ejemplos del arte griego?

—Sin duda. Vayamos a ver algunas urnas y vasijas. Es por aquí, creo. —Y con un gesto dramático Adah tomó la delantera, salió de la sala egipcia y entró en la siguiente.

Charlotte adelantó a Clio y a Kathleen en las escaleras. Sonrió y echó a correr tras Adah, a la que alcanzó justo cuando entraban en la estancia en la que se exponían las piezas griegas.

—Qué suerte la del señor O'Neil por haber podido ir a Grecia —comentó—. ¿Ha sido recientemente?

—Hará unos siete años —respondió la anciana.

—¿Lo acompañó la señora O'Neil? —preguntó Charlotte con interés y tono educado, aunque sabía que por aquel entonces Kathleen estaba casada con Kingsley Blaine.

—No —contestó Adah secamente—. Fue antes de que contrajeran matrimonio. Pero no cabe duda de que acabarán yendo. Supongo que usted no ha estado en Grecia, ¿me equivoco, señorita Pitt?

—No, me temo que no. Esa es la razón por la cual resulta estupendo venir al museo para ver tantas cosas hermosas. ¿Ha estado usted allí, señora Harrimore?

—No, yo nunca he viajado. A mi esposo no le gustaba. —Una expresión de desolación y tristeza asomó a su rostro, la piel y los músculos tirantes como si hubiera reaparecido un dolor más intenso que el mero pesar.

—No a todo el mundo le agrada —se apresuró a decir Charlotte, que pronunció las palabras porque el sentimiento era demasiado personal para reconocerlo, demasiado sutil para entenderlo—. Algunas personas incluso enferman, sobre todo en el mar.

—Eso tengo entendido —repuso Adah entre dientes.

—Y puede resultar muy costoso —continuó Charlotte, que caminaba al paso de la anciana—, sobre todo si la familia es grande. La gente a veces se muestra remisa a dejar a los niños más pequeños durante mucho tiempo, y sin embargo no encuentra recomendable llevárselos allí donde el clima quizá no sea saludable, los alimentos seguramente no serán los acostumbrados y uno no tiene idea de la asistencia médica que encontrará. Son muchas las razones para tomar una decisión de este tipo.

Adah contemplaba una gran estatua de mármol de una mujer vestida con sutiles telas el cuerpo sólido, macizo, si bien las propias líneas de la piedra le conferían tal gracia, sencilla y fluida, que daba la sensación de que una corriente de aire podría mover el tejido insinuado. Estaba picada, el rostro desfigurado, y aun así poseía un solemne encanto.

—La nuestra no era una gran familia —Adah hablaba a la estatua, no a Charlotte—. Solo está Prosper, nadie más.

Estaban frente a la estatua, muy próximas a ella. Clio y Kathleen las habían seguido y admiraban unas piezas al otro lado de la sala, fuera del alcance del oído. Adah parecía haberlas olvidado, y no había nadie salvo dos ancianos caballeros, uno de los cuales al parecer explicaba al otro los méritos artísticos de un ánfora. Los sentimientos de la anciana la consumían y había hallado un lugar de absoluta intimidad en el que poder relajar su vigilancia interna por unos instantes antes de volver a echarse al hombro la pesada carga. Parecía fatigada y extrañamente indefensa.

Charlotte deseó tocarla, proporcionarle algún consuelo menos burdo que las palabras, pero habría sido una intromisión, una impertinencia dada la brevedad de la amistad… y sus respectivas edades. Y tenía presente en todo momento a Aaron Godman. Era curioso cómo le había asignado un rostro, aun cuando no lo conocía ni había visto ningún retrato suyo.

—Qué lástima. El señor Harrimore es un hombre de tanto carácter…

—Usted no lo entiende. —Adah permaneció un instante más mirando la pétrea estatua que tenía ante sí, luego pasó a una delicada vasija en negro y terracota con figuras alrededor entregadas al libertinaje que Charlotte estaba segura la anciana no veía, pese a su mirada fija. De haberlas visto, su expresión nunca habría mantenido esa intensa, dolorosa inmovilidad—. Es usted muy ingenua, señorita Pitt, y no cabe duda de que sus observaciones son bienintencionadas…

¡Semejante ataque de una frase a otra! No obstante Charlotte reprimió su rebeldía instintiva.

—No… no creo entender… —dijo.

—Naturalmente que no —convino Adah—. No tiene por qué, y ruego a Dios que no llegue nunca a entenderlo. Prosper es imperfecto, señorita Pitt.

Charlotte estaba confusa. Era algo extraordinario que una mujer dijera algo así de su hijo, y sin embargo, mirando el rostro de Adah, no cabía duda de que estaba convencida de ello. No se trataba de un comentario superficial, sino de algo que la perturbaba tanto como para tenerlo siempre presente.

Charlotte buscó algo que decir.

—¿Acaso no somos todos imperfectos de un modo u otro, señora Harrimore?

—Por supuesto que nadie es perfecto. —Adah dejó atrás la vasija para contemplar unos fragmentos de platos de un período anterior, de nuevo sin llevarse de ellos más que una borrosa impresión—. Eso es evidente. Prosper tiene un pie zopo. No puedo creer que no lo haya notado.

—Oh… sí, ya veo lo que quiere decir.

—¿Qué creía que quería decir? No importa. No es nada serio, ni un defecto muy grave, nada funesto. Pero otros niños… si hay una manzana podrida… —De pronto se dio cuenta de dónde estaban y echó atrás los hombros bruscamente, como si se cuadrara—. No debería haber hablado de mí misma. Difícilmente es la experiencia edificante e ilustrativa que usted buscaba. Hablar de mi esposo —añadió, y de nuevo la amargura se dibujó en su rostro— no le resultará reconfortante. Vayamos a ver algunas obras chinas. Un pueblo muy inteligente, aunque no sea europeo, y menos aún inglés, pero creo que de lo más civilizado, a su modo, y hace muchos años. Solo Dios sabe lo que serán ahora, naturalmente. Cuando era pequeña estábamos en guerra con ellos por algo. Ganamos nosotros… claro está.

—¿No se referirá a las guerras del opio? —Charlotte se esforzó por recordar su historia reciente—. ¿Hacia 1850?

—Es muy probable que ese fuera el nombre —concedió Adah—. Sin duda fue justo después de la guerra de Crimea, y luego vino la terrible rebelión de los cipayos en la India. Por aquel entonces parecía que siempre estábamos en guerra con alguien. Claro está que nuestra querida reina solo llevaba en el trono veinte años. Ahora es bastante distinto. Todo el mundo sabe quiénes somos y tiene el suficiente sentido común para no entrar en guerra con nosotros.

Era imposible discutir ante tan monumental seguridad, y a Charlotte le satisfizo sobremanera ver a lo lejos a Clio y a Kathleen O'Neil y atraer su atención con una sonrisa.

Unos treinta minutos después dejaron las obras de arte y fueron a tomar el té y conversar sobre diversos temas tales como la moda, la salud, el tiempo, la princesa de Gales, los libros que habían leído, todo ello inofensivo y bastante apropiado para la ocasión.

—¿Cómo está su querida mamá? —preguntó Kathleen con gentileza, mirando a Charlotte por encima de los emparedados de pepino—. Espero que pueda sumarse a nosotras, quizá para una velada en la ópera o en el teatro.

—Estoy segura de que le encantaría —afirmó Charlotte con más sinceridad de la que ellas podían suponer—. Le diré que lo ha mencionado. Es muy amable de su parte. Últimamente le interesa mucho el teatro. Mi padre falleció hace algunos años y desde entonces no ha frecuentado dichos lugares tanto como solía. Ahora empieza a disfrutar de ellos de nuevo.

—Muy natural —convino Adah asintiendo con la cabeza—. Hay que guardar luto durante cierto tiempo. Es lo que se espera. Pero después se ha de continuar con la propia vida.

—Sé que ha trabado amistad rápidamente con Joshua —se apresuró a decir Clio con una sonrisa—. A decir verdad resulta bastante romántico.

—¿Romántico? —inquirió la anciana con frialdad. Acto seguido se volvió hacia Charlotte arqueando las cejas.

—Bueno… —Charlotte vaciló, luego tomó una decisión que temía pudiera lamentar terriblemente—. Sí… sí, lo es. No sé… no estoy segura de cómo me siento. Quizá la palabra sea «aprensión».

Clio continuó comiendo y echó mano de un pastelillo de nata.

Kathleen miró a Adah, después a Charlotte, y cambió de tema.

Cuando se pusieron en pie para irse, Adah agarró a Charlotte del brazo y la llevó aparte, el rostro crispado, los ojos inundados de dolor.

—Mi querida señorita Pitt, no sé cómo decirle esto sin que parezca una intromisión en lo que es un asunto de lo más personal, pero no puedo quedarme parada sin decir nada. Su madre se encuentra en una posición de lo más vulnerable, privada de su esposo, sola en el mundo y, naturalmente, deseosa de entrar de nuevo en sociedad. Pero de veras… ¡un actor!

Charlotte se mostró de acuerdo con ella y al mismo tiempo se apresuró instintivamente a defender a Caroline.

—El señor Fielding es muy agradable —dijo tragando saliva—. Y un pilar de su profesión.

—¡Eso no importa! —La voz de Adah era furibunda; la garra sobre el brazo de Charlotte, dolorosa—. ¡Es judío! Es de todo punto imposible que permita que su madre tenga… tenga algo más que… ¿cómo puedo decir esto con delicadeza? Por el amor de Dios, querida, ¡no puede permitir que su madre tenga relaciones con él!

Charlotte notó que se ruborizaba. La idea le resultaba repulsiva, no por nada que tuviera que ver con Joshua Fielding, sino porque no podía imaginar a su madre en semejante situación. Era profundamente… doloroso, ofensivo.

—Veo que no había pensado en ello —continuó la anciana malinterpretando su reacción por completo, pensando tan solo en la palabra «judío»—. Naturalmente que no. Usted es inocente. Pero, querida, no es imposible… y en tal caso su madre estaría perdida. Claro que no es como si aún estuviera en edad de tener hijos, no la va a contaminar, pero es lo mismo.

—¿Contaminar? —Charlotte estaba desconcertada.

—Por supuesto. —El rostro dé Adah estaba deformado por el dolor, la lástima, el recuerdo de algo demasiado horrible para hablar de ello—. La… —vaciló antes de pronunciar la palabra— unión… con un judío… cambia a una persona. No es algo que se pueda explicar a una joven soltera que posea cierta sensibilidad, pero ha de creerme.

Charlotte se había quedado sin habla.

Adah interpretó de manera errónea su silencio, tomándolo por duda.

—Es absolutamente cierto —dijo con tono apremiante—. Lo juro. Dios me perdone, como si no lo supiera yo. —La vergüenza y la desdicha teñían su voz de aspereza—. Mi esposo, al igual que muchos hombres, satisfacía sus apetitos fuera de su hogar, solo que él lo hacía con una judía. Yo estaba encinta por aquel entonces. Esa es la razón de la deformidad del pobre Prosper.

—Hizo una pausa para tomar aliento, como si el hecho de obligarse a pronunciar tales palabras reabriera una vieja herida—. Y de que no tuviera más hijos.

De pronto Charlotte vio los años estériles, la vergüenza, la sensación de traición, de impureza, que persistía incluso hasta ahora. Sintió una lástima tan intensa que deseó tender la mano y aplicar algún bálsamo a su herida. Sin embargo también sentía repugnancia. Era ajeno a todas sus creencias concebir la existencia de una clase de seres humanos tan diferentes que la unión con ellos resultara impura, no debido a la inmoralidad o a la enfermedad, sino simplemente a la naturaleza de su raza.

No sabía qué decir, pero el semblante apasionado de Adah exigía algún comentario.

—Oh. —Se sintió estúpidamente incapaz—. Estoy segura… estoy segura de que mi madre no está al tanto de eso. —Fue lo único que se le ocurrió, y al menos era cierto.

—En ese caso, si de verdad se preocupa por ella, debe decírselo —la apremió Adah con vehemencia—. No importa la edad que se tenga —continuó—. Es el principio del fin. ¿Quién sabe qué vendrá después? Ahora hemos de unirnos a las demás; de lo contrario se preguntarán qué ocurre. Vamos.

El día siguiente a la excursión al museo, Charlotte acompañó a Caroline, por invitación de esta última, a visitar a Joshua Fielding y Tamar Macaulay al teatro, después de los ensayos y antes de la función nocturna. Charlotte se sentía muy incómoda. Fue uno de los momentos menos placenteros que jamás pasó en compañía de su madre. Deseaba decirle que Pitt sabía de la inocencia de Aaron Godman, pero había prometido a su esposo no hacerlo y sabía que las razones eran excelentes. Sin embargo, tenía la impresión de que estaba engañándola y dudaba de que Caroline fuera a entenderlo, incluso cuando se enterara de toda la verdad.

Asimismo le asustaba que Joshua Fielding pudiera haber asesinado y crucificado a Kingsley Blaine, y luego envenenado al juez Stafford por tener la intención de reabrir el caso… y que ahora hubiera matado al agente Paterson por averiguarla verdad.

Y si él no era culpable y se trataba de Devlin O'Neil u otra persona, ¿qué ocurriría si Caroline efectivamente tenía una aventura con él? ¿Cómo iba a controlar Charlotte sus emociones al respecto? No podía alegrarse. Y ni todos los razonamientos del mundo ni todos los argumentos de Pitt, tan juiciosos, podrían cambiar lo que sentía.

De modo que acompañó a Caroline, la cual vestía con menos elegancia de la que acostumbraba hacía unos meses y parecía mucho más joven. No iba a la última, sino que más bien lucía el estilo romántico de los prerrafaelistas, el vestido con un estampado de hojas y flores, el cabello peinado con mayor sencillez y sin sombrero.

En la puerta del teatro les dispensaron una calurosa bienvenida y las dejaron entrar como si fueran antiguas amistades, algo que, en sí mismo, inquietó a Charlotte. Los ensayos estaban a punto de concluir. Se trataba de una comedia, aunque con elementos extremadamente dramáticos. Aun siendo una aficionada con escasa experiencia en teatro, Charlotte percibía la destreza en la cadencia de un verso, en la precisa inflexión de una voz, en el gesto de una mano, en la línea del cuerpo. Se sintió fascinada al comprobar cuan superior era la técnica de Tamar Macaulay a la de cualquier otro sobre el escenario, y cuánto más se fijaban sus ojos en Joshua Fielding que en los demás hombres. No es que él le interesara personalmente, ni que Caroline no apartara la vista del actor, sino que poseía un magnetismo capaz de atraer a cualquiera.

Cuando hubieron declamado el último verso, casi antes de que el señor Passmore les diera permiso para marcharse, Tamar se volvió para mirar a Charlotte, el expresivo rostro tenso, los ojos inquisidores. A Charlotte la tomó por sorpresa. Ni siquiera había pensado que Tamar se hubiese percatado de su presencia; su concentración parecía absoluta. La actriz no se anduvo con formalidades.

—¡Charlotte! Me alegro de verla. Temía que nos hubiera abandonado. No podría culparla. —Cogió a Charlotte del brazo y la condujo lejos de los bastidores, donde habían estado esperando, por un pasillo de tablones desnudos—. Llevamos cinco años intentándolo y no hemos conseguido nada. Ha sido muy injusto por mi parte depositar mis esperanzas en usted, y en cuestión de semanas. Lo lamento de veras, y lo inexcusable del hecho es que no voy a cejar en mi empeño. No puedo evitarlo. —Respiró hondo, mirando a Charlotte a la cara. Sus negros ojos brillaban como ascuas—. Sigo sin creer que Aaron fuera culpable. No creo que matara a Kingsley y estoy segura de que no le habría hecho eso después. —Una sonrisa breve, irónica, afloró a su rostro, y añadió con la voz entrecortada—: Y él no pudo envenenar al juez Stafford.

—Ni ahorcar al agente Paterson —dijo Charlotte de manera impulsiva.

Tamar parpadeó.

—¿Ahorcar al agente Paterson? —preguntó perpleja—. ¿Por qué lo han ahorcado? ¿Fue él quien mató al juez Stafford? Pero ¿por qué? ¿Y cómo es que lo han ahorcado tan pronto? Ni siquiera he leído que se haya celebrado un juicio.

—No lo ajusticiaron —explicó Charlotte—. Lo asesinaron. No sabemos por qué ni quién lo hizo, pero lo más probable es que tenga que ver con el caso de Farrier’s Lane aunque, naturalmente, no hay nada seguro.

Tamar se adelantó y abrió la puerta del pequeño y angosto camarín. Estaba lleno de trajes colgados de una barra en un rincón, un cesto rebosante de enaguas en otro, una mesa con un espejo, frascos de maquillaje y polvos, y tres percheros con pelucas. Pero al ser ella la primera actriz, al menos era privado.

—Cuénteme —pidió nada más entrar. Ofreció una silla a Charlotte y a continuación se apoyó contra la puerta para cerrarla.

—El agente Paterson era el… —empezó Charlotte.

—Sé quién era —la interrumpió Tamar—. ¿Qué le ha pasado?

—Lo han asesinado —se limitó a decir Charlotte—. Alguien irrumpió en su casa por la noche y lo ahorcó del gancho de la araña de su propio dormitorio.

—¿Quiere decir que lo atacó? —Tamar se mostraba incrédula—. ¿No se defendió?

—Al parecer no. —Charlotte meneó la cabeza—. Quizá se tratara de alguien a quien conocía y no esperaba que fuera a hacerle daño, y quienquiera que fuese se las ingenió para colocarse tras él y estrangularlo.

—Supongo que pudo haber sido así —convino Tamar apartándose de la puerta. En la habitación había un olor extraño, desconocido, rancio y excitante a un tiempo—. Es lo único que parece tener sentido —prosiguió—. Pero ¿quién? ¿Por qué? Cuando se celebró el juicio he de admitir que detesté a ese hombre. —Tenía el rostro crispado por tan doloroso recuerdo—. Odiaba tanto a Aaron… No era imparcial, estaba lleno de ira, la voz le temblaba cuando subió al estrado. Lo recuerdo con total nitidez. Y sospecho que fue él quien le dio la paliza, aunque Aaron nunca lo dijo… al menos no a mí. Creo que fue para protegerme. —Se interrumpió mientras se esforzaba por mantener el control. Se dio la vuelta en busca de un pañuelo y tropezó con un perchero. De repente regresaron el miedo y el terror, como si Aaron Godman aún siguiera vivo, aún sufriera…

Charlotte apenas si podía guardar silencio. Solo la certeza de que Caroline se hallaba a unos pocos metros, con Joshua Fielding, le impidió decir a Tamar que Aaron era inocente y que Pitt terminaría por demostrarlo.

Nada que nadie pudiera decir haría cicatrizar las heridas del pasado, las palabras resultarían estúpidas y solo delatarían una absoluta falta de comprensión. El único bálsamo consistía en hablar de otra cosa.

—No pierda la esperanza —dijo con voz queda a Tamar, que se hallaba de espaldas, rígida y temblorosa—. Nos estamos acercando al final. Aún no puedo decirle nada, pero no estoy hablando simplemente para consolarla. El final está muy cerca… le doy mi palabra.

Tamar se quedó absolutamente inmóvil, luego se dio la vuelta con suma lentitud para mirar a Charlotte. No dijo nada por unos instantes, se dedicó a escudriñar su rostro tratando de sopesar su sinceridad y lo que en realidad sabía.

—No tendría sentido preguntarle cómo lo sabe, ¿no es cierto?—dijo con un hilo de voz.

—No —contestó Charlotte—. Si pudiera decírselo lo haría, pero le ruego que me crea… es cierto.

Tamar respiró hondo y tragó saliva a duras penas.

—¿Se demostrará la inocencia de Aaron?

—Se lo suplico, no me pida que le cuente nada más ahora… y si desea que así ocurra, no diga nada a nadie… ni siquiera al señor Fielding. Podría decir o hacer algo por descuido que lo estropearía todo. Creo que Aaron no lo hizo… pero no sé quién fue.

Tamar sonrió con expresión triste, irónica, y se sentó un tanto ladeada en el cesto de ropa.

—Lo que quiere decir es que cree que quizá haya sido Joshua —repuso.

—¿Acaso es imposible? —susurró Charlotte.

Tamar se echó hacia atrás.

—Me gustaría decir que naturalmente lo es, pero supongo que no me está pidiendo que hable con el corazón, sino con la cabeza. No, no es imposible. Joshua dijo que no sabía si Kingsley se habría casado conmigo o no, y que de todos modos no habría interferido; y también que aquella noche se fue a casa directamente desde el teatro. Pero no puede demostrarlo. —Alzó un tanto el mentón—. No creo que fuera él, pero imagino que eso no influirá mucho en usted.

—No puedo permitir que lo haga —aseguró Charlotte, a sabiendas de que no era del todo cierto. Parte de ella deseaba que fuera Joshua. Eso eliminaría cualquier amenaza para Caroline. Pondría fin a la incertidumbre, a la extraña mezcla de pérdida e ira, de ternura y celos. ¡Celos! Al menos había reconocido ese sentimiento, y el dolor en sí de pronunciar dicha palabra resultaba en parte reconfortante.

—No, naturalmente que no. —Tamar se enderezó y sonrió. Se puso en pie de nuevo, y el mimbre del cesto dejó escapar un quejido—: ¿Le apetece un té? Estoy segura de que tendrá frío y de que no le vendrá mal sentarse cómodamente y hablar de algo más animado… —Vaciló junto a la puerta.

—¿Sí?—Charlotte aguardaba.

—Si puedo serle de alguna ayuda me lo dirá, ¿no es así? —preguntó Tamar con nerviosismo.

—Por supuesto.

Caroline aún seguía en pie junto al escenario cuando Joshua Fielding se dio la vuelta y le sonrió. Debía de saber que se encontraba allí, aun cuando en apariencia su atención estuviera centrada en los otros actores. Ella experimentó una repentina calidez, como si el sol hubiera surgido entre las nubes. Deseaba acercarse a él, pero la reserva se lo impedía.

Fielding se entretuvo un instante hablando con Clio, luego con una actriz de más edad a la que felicitó con un toquecito en el brazo. El señor Passmore se dirigía a toda la compañía salvo a Tamar, que había desaparecido, dándoles instrucciones de última hora para la función de la noche, palabras de aliento, crítica, elogio, augurándoles un magnífico éxito, protegiéndose cuidadosamente mediante fórmulas supersticiosas para espantar la mala suerte que se deriva del exceso de confianza. Se palparon amuletos, las manos se abalanzaron a los bolsillos en busca de talismanes para asegurarse por enésima vez de que seguían allí. Cuando hubo terminado se alejó, una imponente figura con levita, la corbata deshecha, entonces Joshua se aproximó a Caroline.

En lugar de saludarla con palabras de bienvenida y preguntas conforme a los dictados de la cortesía al uso, se limitó a mirarla a los ojos, sobrentendidos los formalismos. Fue una familiaridad que la regocijó mucho más de lo que esperaba, la dejó buscando algo que decir, pero no halló nada satisfactorio.

—¿Era Charlotte quien estaba contigo? —murmuró Joshua.

—Sí… sí, ha querido venir.

La tomó del brazo y la llevó lejos de los bastidores, hacia los asientos del patio de butacas, fuera del alcance del oído de los demás, en la penumbra.

—¿Sigue investigando la muerte de Kingsley? —inquirió en voz muy baja, llena de ansiedad.

—Por supuesto —contestó Caroline mirándolo a los ojos—. Difícilmente podemos rendirnos.

—Ya no creo que sea preciso. —El actor hablaba como si se estuviera abriendo paso entre complicados pensamientos—. La policía ha tomado parte desde que murió el juez Stafford. Ya no puede olvidarse, ni dársele carpetazo. Al pobre Aaron no se le podrá culpar de esto. Te lo ruego, Caroline, convéncela de que lo deje en manos de quienes se dedican a ello.

—Pero hasta la fecha no han tenido mucho éxito —razonó ella. Experimentó una punzada de culpabilidad por Pitt, mas su miedo por Joshua pesaba más—. Aún no han tenido éxito. No parece que sospechen ni de la señora Stafford ni del señor Pryce; a decir verdad es todo lo contrario. Están persuadidos de su inocencia.

—¿Estás segura?

—Por supuesto. Thomas no me mentiría.

Él sonrió, una mezcla de afecto y diversión.

—¿Estás segura, querida? ¿No podría decirte verdades a medias, a sabiendas de que has trabado amistad con Tamar —se ruborizó levemente— y conmigo, lo cual podría llevarte a no ser imparcial?

Ella sintió un calor abrasador en las mejillas.

—Bien podría decirme verdades a medias, pero no inventaría nada gratuitamente —afirmó—. He llegado a conocerlo bastante bien a lo largo de los años. No cabe duda de que no era el marido que yo habría escogido para mi hija, pero he aprendido que hay ocasiones en las que un hombre socialmente inadecuado puede hacerla a una mucho más feliz que cualquier otro que pudieran haber elegido los amigos o la familia… —Se interrumpió al caer en la cuenta de que había expresado sus pensamientos con excesiva franqueza. Que eran aplicables a ella tanto como a Charlotte.

Fielding parecía disponerse a decir algo, luego cambió de opinión, se aclaró la garganta y comenzó de nuevo, si bien a ella no se le escapó el momentáneo asomo de diversión en sus ojos.

—De todos modos, creo que estaría bien que Charlotte dejara el asunto —dijo con gravedad—. Puede volverse peligroso. Si no fue Aaron, tuvo que ser otra persona, alguien que a todas luces no vacila en volver a matar una y otra vez si se siente amenazado. No sé si Charlotte se le acercará lo bastante como para que él llegue a eso, pero podría hacerlo, tal vez sin siquiera saberlo. Ella y Clio se han hecho amigas de Kathleen O'Neil. Solo se me ocurre que pretenden seguir la pista a Devlin. Si él se da cuenta, o se lo teme… —Se calló el resto.

Caroline estaba deshecha. ¿De veras se hallaba Charlotte en peligro? ¿Más de lo que lo había estado en cualquiera de los casos en los que había colaborado? ¿Quién sospecharía de una mujer, una esposa y madre normal y corriente?

—No niego que es demasiado preguntona —dijo—. Que su curiosidad es vulgar. Que está tratando de entrometerse allí donde no tiene… no tiene derecho ni por clase social ni por educación. —¡Qué desleal sonaba!—. Pero eso no es peligroso, tan solo indecoroso y posiblemente ridículo.

—El juez Stafford está muerto, al igual que el agente Paterson, o eso he leído —señaló él.

—Pero estaban al servicio de la ley —arguyó ella con vehemencia—. Y usted dice que Charlotte y la señorita Farber están sobre la pista de Devlin O'Neil. Sin embargo, es más probable que la policía le persiga a usted. ¿No teme por sí mismo?

—¡Caroline! —Fielding tomó sus manos entre las suyas con delicadeza, mas sujetándola lo bastante para que no pudiera soltarse—. ¡Caroline! Naturalmente que sí, pero ¿qué clase de amigo sería si antepusiera mis propios temores de ser sospechoso al peligro al que se expone Charlotte por parte de quienquiera que matara a Kingsley Blaine… y a los otros? Te lo ruego, dile que debe dejar el caso. Mucho me temo que pueda haber sido Devlin O'Neil. No se me ocurre nadie más… excepto algún loco. Pero en ese caso seguramente otros habrían corrido la misma suerte, y no ha sido así.

—¿Y qué hay de usted? —preguntó Caroline con tono apremiante. En su interior aún se aferraba a la esperanza de que Charlotte lo resolvería, como ya había hecho con otros crímenes en el pasado—. La policía se equivocó una vez y nadie pudo salvar a Aaron.

—Lo sé, querida, pero eso no cambia nada. —Su voz era muy amable; las manos sobre las suyas, cálidas, pero no aflojaba la presión y no había vacilación en sus ojos—. Sé que la policía sospecha de mí. Al menos tendré un juicio y la posibilidad de apelar. Quienquiera que sea el asesino no le dará tanto a Charlotte.

—No —susurró Caroline—. Supongo que no. Se lo diré.

Fielding sonrió y le soltó las manos, si bien al mismo tiempo la cogió del brazo.

—¿Por qué no vamos a algún lugar agradable a tomar el té? Podemos olvidarnos del mundo y de sus peligros y recelos, de la función de esta noche, y solo pensar en lo mucho que disfrutamos conversando. Hay tantas otras cosas… —Echó a andar arrastrándola suavemente consigo—. Acabo de leer un libro fascinante sobre un viaje de la imaginación. Imposible de convertir en una obra de teatro, desde luego, pero su lectura me ha resultado muy enriquecedora. Ha suscitado en mí toda suerte de pensamientos… y preguntas. Te hablaré de él, si tú quieres. Deseo saber tu opinión.

Caroline cedió ante tan inmenso placer. ¿Por qué no? Deseaba que esa dulce intimidad pudiera durar para siempre, pero era lo bastante realista para saber que, cómo no, la abuela tenía razón; era un sueño, una ilusión, y el despertar sería mucho más duro después. Pero aún no era después, y pondría todo su corazón en ello mientras pudiera.

—Por supuesto —aceptó con una sonrisa—. Háblame de él, te lo ruego.

—Lleva días sin decir nada del asesinato, señora —comentó Gracie a Charlotte a la mañana siguiente, cuando estaban atareadas en la cocina. La sirvienta limpiaba los cuchillos con Oakey's Wellington, un producto compuesto por esmeril y grafito, y Charlotte hacía lo propio con las cucharas y los tenedores con una mezcla casera de amoníaco en polvo, agua y alcohol.

—Eso es porque no me he enterado de nada más —explicó la aludida haciendo una mueca—. Sabemos que no fue Aaron Godman, pero seguimos sin saber quién lo hizo en realidad.

—¿No sabemos nada de nada? —insistió Gracie echándole un vistazo al cuchillo que sujetaba.

—Sabemos algunas cosas, por supuesto —respondió Charlotte frotando los cubiertos laboriosamente—. Fue alguien que sabía su nombre, estaba en el teatro y lo envió a propósito a un lugar cuyo camino pasaba forzosamente por Farrier’s Lane. Y a decir verdad, para hacerle lo que le hizo debía de odiarle mucho. —Echó mano de un paño limpio para sacar brillo—. Aparte de la aberración de la acción, sería peligroso permanecer allí más de lo necesario después de matarlo. La ira debió de poder más que el instinto de conservación.

—¡A mí me lo va a decir! —exclamó Gracie con vehemencia—. Si yo acabara de matar a alguien, no esperaría a clavarlo a una puerta… algo que no pudo ser nada fácil. —Vertió más líquido de la lata en un platillo—. Yo habría puesto pies en polvorosa. Antes de que llegara alguien y me encontrara allí.

—De modo que fue alguien tan dominado por el odio que prefirió correr el riesgo, o bien ni siquiera se lo pensó —concluyó Charlotte.

—O bien… —Gracie limpiaba la hoja del cuchillo vigorosamente. Ya estaba reluciente—. O bien fue alguien que tenía otro motivo para hacerlo… como culpar a otra persona. Y teniendo en cuenta que al pobre Godman lo ahorcaron por ello, funcionó bastante bien.

—Pero ¿cómo culpaba a Aaron Godman crucificándolo? —preguntó Charlotte al tiempo que pasaba la gamuza a Gracie.

—Bueno, eso hizo que todo el mundo pensara que el asesino era un judío —razonó la criada.

—Pero un cristiano no haría eso, ¿no es cierto?

—Tal vez sí. Tal vez eso es exactamente lo que haría si odiara a los judíos y quisiera culparlos.

—¿Y por qué iba alguien a odiar tanto a los judíos? —No obstante, la mente de Charlotte ya se había centrado en los Harrimore, en las creencias de Adah, en el hecho de que Devlin O'Neil sabía que Kingsley Blaine estaba enamorado de Tamar Macaulay, una judía. Quizá, de algún modo retorcido, odiara no solo a Blaine, sino a toda la gente de la farándula, y cuando mató a Blaine pensara de repente en la forma de implicar a otra persona en el crimen.

—Usted no lo cree, ¿verdad? —inquirió Gracie observándola atentamente—. Sigue pensando que fue el señor Fielding, ese que le gusta a la señora Ellison.

—No lo sé, Gracie. Supongo que pudo ser el señor O'Neil. Parte de mí lo desea. Mamá se sentirá muy herida si fue el señor Fielding. Sin embargo, si no ha sido él… —Suspiró y se abstuvo de decir lo que se le estaba pasando por la cabeza.

—No debería preocuparse tanto, señora —aconsejó Gracie, la carita ansiosa, olvidando por un momento los cuchillos—. La señora Ellison hará lo que le plazca, y no hay nada que usted o el señor puedan decir para cambiarlo. Pero entiendo que tenga que averiguar quién cometió el asesinato de Farrier’s Lane. Yo tampoco pienso en otra cosa. —Dejó incluso de fingir que trabajaba y soltó el paño para mirar a Charlotte con absoluta concentración—. El chico que llevó el mensaje al señor Blaine a la puerta del teatro… Si el señor pudiera hablar con él a solas, lejos de los demás polis, tal vez le contara algo más de cómo era el hombre. —Un rayo de esperanza le iluminó el rostro—. Los otros polis, los que llevaron el caso al principio, le dijeron que fue el señor Godman. Bueno, como era un chico de la calle supongo que no querría discutir con ellos, ¿no es cierto? Pero si le dicen que saben que no fue el señor Godman, tal vez cuente algo que sirva de ayuda.

—El señor Pitt dio con él —informó Charlotte con una sonrisa de tristeza—. Me temo que no dijo nada que sirviera de ayuda. Sin embargo es una buena idea.

—Oh.

Gracie siguió limpiando, si bien sumida en graves reflexiones, y no dijo mucho más durante el resto de la mañana. Se limitó a observar atentamente a Charlotte justo antes de que empezaran a pelar las verduras para la cena.

—¿Va a ir al teatro mañana con los Harrimore?

—Sí.

—Bien, tenga cuidado, señora. Si fue ese señor O'Neil quien lo hizo, entonces es un hombre malvado, que no se preocupa por nadie salvo por sí mismo. No vaya por ahí haciendo preguntas.

—Tendré mucho cuidado —prometió Charlotte. Tenía una extraña sensación en el estómago, un nudo en la garganta, como si estuviera cerca de algo que fuera a resultar terrible.

Charlotte se sentía culpable por el hecho de que Pitt no estuviera incluido en la visita vespertina al teatro, ya que se trataba de un acontecimiento intenso, excitante, al margen de cualquier información que pudiera recabar de los Harrimore o los O'Neil. Sin embargo, si hubiera acudido, casi con toda seguridad habría puesto fin a cualquier discusión, tanto ahora como en un futuro.

De modo que, apelando a su fuerza de voluntad, siguió a Caroline escaleras arriba tras Kathleen O'Neil, que iba del brazo de Devlin, y Adah Harrimore, apoyada pesadamente en Prosper, quien, si bien renqueaba un tanto, parecía no sentir dolor en el pie. Por lo visto la causa de la cojera era la deformidad con que había nacido, no una enfermedad degenerativa.

El foyer estaba a rebosar. Las arañas resplandecían, apenas si se podía mirarlas, arrojaban cascadas de luz. Las joyas brillaban en los exquisitos peinados, en brazos, cuellos, muñecas y dedos. Las plumas ondeaban al volverse las cabezas. Los pálidos hombros relucían entre la exuberancia de sedas, tafetanes, gasas y terciopelos de todas las tonalidades, la sutileza de los lirios, la calidez de los melocotones y los rosas, la vitalidad fulgurante del escarlata, el violáceo y el azul, y tras ellos, el severo blanco y negro de los trajes de etiqueta.

Por todas partes se oían el frufrú y el susurro de las telas, el murmullo de las voces, entremedias las explosiones de risa.

Charlotte se volvió una vez en las escaleras para contemplarlo todo bien y recordarlo, el pulso acelerado, la rebosante vida, la expectación, como si un millar de personas supiera que algo apasionante estaba a punto de ocurrir.

Luego Caroline le tiró del brazo y ella, obediente, continuó la ascensión y recorrió el amplio tramo que las conduciría al palco de los Harrimore, donde les ofrecieron asientos centrales, como invitadas que eran, con Adah a su izquierda y Kathleen a su derecha. Los dos hombres se sentaron en los extremos, un tanto por detrás. Faltaban unos quince o veinte minutos para que diera comienzo la función. Ver llegar a los demás formaba parte del placer de un evento así, al igual que, naturalmente, ser visto.

Una mujer muy atractiva recorrió el pasillo situado bajo ellos luciendo tonalidades de fucsia y del rosa más pálido, la negra cabellera recogida en un moño exuberante, el caminar garboso, aunque con cierto pavoneo. Miraba a derecha y a izquierda, sonriendo levemente.

—¿Quién es? —susurró Charlotte.

—No lo sé —contestó Caroline—. Sin duda es de lo más imponente.

Kathleen soltó una risita que sofocó al punto.

—Nadie —afirmó Adah secamente—. No es nadie.

Charlotte estaba perpleja.

La anciana se volvió hacia ella con una expresión de diversión y repugnancia a un tiempo.

—Puede que tales personas pasen ante una, querida, pero no se las ve. Para una dama, son invisibles.

—Oh… oh, entiendo. Es una…

—Exactamente. —Adah señaló con discreción uno de los palcos más alejados en el mismo piso—. Por otra parte… o quizá no. Aquella es la señora Langtry… el Lirio de Jersey.

Charlotte no se molestó en ocultar su sonrisa.

—¿Ha visto alguien alguna vez al señor Langtry? Ni siquiera he oído hablar de él.

—Yo sí —contestó Adah con sequedad—. Pero no voy a repetir lo que se dijo… pobre hombre.

Era obvio que lo decía en serio, de forma que Charlotte no preguntó y siguió mirando los otros palcos en busca de gente interesante. No tardó mucho en descubrir que al menos la mitad de quienes ella observaba estaba interesada en un palco concreto situado en un extremo, donde había un considerable ir y venir tanto de hombres como de mujeres. La indumentaria de los caballeros en particular seguía los últimos dictados de la moda, si bien era difícil decir qué moda. Llevaban el cabello mucho más largo de lo habitual, el rostro bien rasurado y del cuello de sus camisas rebosaban, lacios, grandes plastrones. No obstante, rezumaban cierta elegancia, casi una languidez, bastante peculiar.

—¿Quiénes son? —quiso saber Charlotte, picada por la curiosidad—. ¿Son críticos?

—Lo dudo —contestó Devlin con una sonrisa—. Los actores suelen venir muy bien vestidos, pero de un modo algo más convencional. Casi seguro que son estetas, un grupo con una gran sensibilidad artística de espíritu, aunque no necesariamente de producción. Me temo que el señor Gilbert los ridiculizó en su ópera Paciencia. Debería verla, es en extremo entretenida, y la música es deliciosa.

—Lo haré, sin duda. —Charlotte le devolvió la sonrisa con cordialidad, luego recordó de repente el propósito de su visita. Se quedó helada, la vista aún posada en él. Por un momento la situación la golpeó con toda su absurdidad. Lucían sus mejores galas: él un traje de etiqueta negro con gemelos de oro y botones de ónice y nácar; ella un vestido prestado de Caroline, con nuevas guarniciones para modernizarlo, en una tonalidad burdeos que le sentaba a la perfección, algo que ella sabía, de escote pronunciado y con un diminuto polisón. Se hallaban allí en calidad de invitadas de Prosper Harrimore, aguardando a que se alzara el telón en el escenario en el que quienes los habían unido en virtud de una sonada tragedia iban a representar una comedia de costumbres, todos ellos pronunciando palabras en las que no creían, ni en el escenario ni fuera de él. Y durante todo ese tiempo ella trataría de determinar si era Devlin quien había asesinado y crucificado a Kingsley Blaine y permitido que se ahorcara a Aaron Godman por ello.

Devlin O'Neil la observaba con curiosidad.

Charlotte se obligó a apartar la mirada. Volvió la cabeza para contemplar la amplia sala, los palcos, piso por piso, tapizados en felpa, ahora llenos de gente expectante, la palidez de sus rostros vueltos hacia el escenario. Habían agotado, o bien olvidado temporalmente, sus propios dramas. Lillie Langtry estaba muy inclinada en su asiento, no solo para ver, sino para ser vista. Incluso los estetas se habían olvidado por una vez de sí mismos y su atención se concentraba en el telón, dejando a un lado su propio talento.

Qué extraordinaria convención que unas cuantas horas de irrealidad precisa y formal los mantuvieran embelesados, juntos y sin embargo irrazonablemente separados, todo ello gracias al poder de la imaginación alimentada por unos hombres y mujeres ataviados con ropas prestadas que pronunciaban palabras asimismo prestadas.

El murmullo de voces murió, y el silencio palpitó con respiraciones contenidas, el débil frufrú de telas y el crujir de ballenas. Se alzó el telón. Se oyó un suspiro, como el sonido del viento al revolver las hojas. Los focos iluminaron a Tamar Macaulay en pie, sola, en el centro del escenario. No se movía, a pesar de lo cual su figura irradiaba tan impresionante poder que ningún ojo podía apartarse de ella. Incluso Lillie Langtry se desentendió de sus admiradores y se quedó mirándola fijamente. Tamar no poseía la belleza del Lirio de Jersey, y tampoco su fama, pero sí una emoción tan profunda que sobrepasaba ambas, y durante ese espacio de tiempo el público era suyo.

Joshua Fielding apareció en escena. Junto a Charlotte, Caroline se puso rígida, contuvo la respiración y se inclinó un tanto. Comenzó la obra.

Charlotte también estaba pendiente del escenario, pero se volvía con más frecuencia para mirar a las personas con quienes compartía palco. Kathleen O'Neil estaba sentada con elegancia, una sutil sonrisa en los labios, la vista fija en la figura de los actores. Charlotte escudriñó su expresión cuando miraba a Joshua y no vio nada en las suaves mejillas, en los ojos almendrados, ni rastro de sospecha, de curiosidad. Si se planteaba la culpabilidad de Aaron Godman, el papel de Joshua en la tragedia, no parecía que dichos pensamientos la ocuparan en ese momento.

Tamar volvió al escenario. Los focos iluminaban su rostro mientras declamaba sus versos, la sonora voz teñida de emoción.

Algo hizo que Kathleen frunciera el entrecejo. Su boca se estrechó, la lengua, tocó sus labios. No sería humana si no se hubiera preguntado cómo era esa mujer, qué fuego ardía en su interior para que su propio esposo hubiera arriesgado tanto para estar a su lado. Pero ni siquiera mirándola tan abiertamente como lo hacía vio Charlotte odio en los ojos de Kathleen, sentimientos violentos, tan solo una triste curiosidad y, a sus espaldas, la mano de Prosper aferrándose más a su silla, los nudillos blancos. Tal vez él pudiera aliviar su dolor más de lo que ella misma era capaz.

Kathleen se volvió, sin ver a Charlotte, y sonrió a Devlin O'Neil, que se hallaba detrás de Adah. Él le devolvió la sonrisa, una mirada cálida, amable, y los labios de Kathleen se curvaron al volver la vista de nuevo al escenario.

¿Cuánto tiempo llevaba Devlin O'Neil enamorado de ella? ¿Desde mucho antes de la muerte de Kingsley Blaine? Era una idea muy desagradable, y Charlotte lamentó tener que contemplarla. Le gustaban los dos. Una tragedia era más que suficiente.

Observó ahora el brazo de Devlin apoyado en la silla de Adah. Su mano era delicada, estaba bien arreglada; el género de su chaqueta era excelente gabardina; la camisa, con los gemelos de oro, era de seda. ¿Cómo habría sido su vida antes de casarse con Kathleen?

Charlotte desvió la mirada hacia Adah, contempló su rostro surcado por marcadas arrugas causadas por alguna emoción que la turbaba profundamente. No era nueva, no había premura en ella, solo un viejo dolor que la afligía desde hacía tiempo. Ya había arraigado en ella; era cuestión de soportarlo.

¿De qué se trataba? ¿Decepción? No, era demasiado agudo. Tampoco era miedo. Era algo más que pesar.

Charlotte se volvió para observar a Prosper, detrás de Caroline, la mano aún en la silla de Kathleen. Su contundente rostro, con los ojos hundidos, la nariz afilada, estaba fijo en el escenario, ajeno a su familia y sus invitados. ¿Era la acción lo que lo mantenía absorto, o acaso Tamar Macaulay, la mujer que le había robado al marido de su hija?

Nadie más estaba pendiente de Charlotte o de los O'Neil, de Adah o Prosper Harrimore. Solo Joshua Fielding se movía bajo los focos.

Charlotte miró de nuevo a Adah y entonces supo cuál era la emoción que la desgarraba: la culpa.

¿Por qué?

¿Porque Prosper tenía un pie zopo y ella se sentía responsable? ¿Aquella ridícula idea de que su esposo se había deshonrado a sí mismo con una judía y luego la había contaminado a ella, y provocado la deformidad de su hijo nonato?

Adah se volvió y pilló a Charlotte mirándola. Abrió los ojos de par en par.

Charlotte tragó saliva y notó que se ruborizaba.

—Les estoy tan agradecida por la invitación… —Se obligó a pronunciar esas palabras y se sintió una hipócrita abyecta—. Es una obra fantástica. Hay que ver lo que está sufriendo esa mujer por su hijo. Lo encuentro conmovedor… —Se interrumpió al advertir que se le trababa la lengua.

—Me alegro de que esté disfrutando —repuso Adah haciendo un esfuerzo—. Sí, es una obra muy intensa.

Permanecieron en silencio unos minutos más, quizá casi un cuarto de hora. Luego en el escenario la acción alcanzó un clímax con la entrada del niño en la obra. Charlotte no se esperaba un chiquillo de verdad, de modo que quedó sobrecogida al verlo aparecer, esbelto, de cabellos rubios y rostro melancólico, inocente. Le recordó vivamente a alguien, mas no caía en la cuenta de quién se trataba. No se parecía en nada a sus propios hijos; este era más rubio, sus rasgos más suaves.

Enseguida oyó el grito ahogado de Kathleen O'Neil, la vio llevarse la mano a la boca como para sofocar otro más, y, a sus espaldas, reparó en que la mano de Prosper Harrimore asía con tal fuerza el respaldo de la silla que sus uñas hicieron correr un delgado hilo de sangre por su muñeca.

El niño guardaba un asombroso parecido con la hija de Kathleen, solo que se trataba de un chico, o de alguien vestido para parecerlo. Debían de llevarse tan solo unos meses. El crío se hallaba frente a Tamar Macaulay, su madre en la obra y, con toda seguridad, también en la vida real.

El hijo de Kingsley Blaine —de madre judía—, un niño hermoso, de rostro y miembros perfectos. Tamar tuvo que concebirlo cuando Kathleen concibió a su hija.

Angustiada, Charlotte cayó de repente en la cuenta de cuál era la culpa de Adah, el miedo que había visto en ella antes… y de cuál era la emoción que hizo sangrar los puños cerrados de Prosper Harrimore.

No fue Aaron Godman quien mató a Kingsley Blaine, tampoco Joshua Fielding por celos, ni Devlin O'Neil para ganarse a Kathleen. Fue Prosper Harrimore, que odiaba y temía lo diferente, lo que creía responsable de su propia imperfección, de su deformidad. La historia había vuelto a repetirse: su hija había sido engañada por su esposo con una judía cuando estaba encinta de su hijo, otra criatura que nacería deforme, imperfecta.

No había pruebas, ningún modo de estar segura salvo su poderosa convicción. Aun así no albergaba ninguna duda. Estaba allí, escrito en el rostro de Adah, en el de Prosper cuando miraba al niño del escenario.